También llegó algún que otro paquete, tipo aquel Morigi al que Jorge Valdano catalogó como «el todocampista al que podrá acudir cualquier compañero cuando se vea en apuros». Tal que así.
Aquí se hizo un hombre el Piojo López, otro nombre imborrable para la afición. Algunos que prometían mucho, se marcharon sin apenas aportar nada como, Burrito Ortega o muy poco, como Pablito Aimar.
Cancheros, con buen toque, de gran sentido táctico y, sobretodo, de carácter indomable, los jugadores argentinos han aportado al equipo calidad, solvencia y personalidad. Sobre el campo adoptan como lema una de las estrofas del himno nacional, que con tanta vehemencia y énfasis entonan cuando se enfundan la albiceleste: «Coronados de gloria vivamos / o juremos con gloria morir». Esa es la estirpe de Fabián Ayala y el Kily González, dos contribuyentes básicos a los éxitos del último Valencia campeón.
Sin el primero, el gran Valencia de Benítez no se entiende. El cáncer del fútbol argentino es el insostenible ritmo de exportación que amenaza su cantera. Anoche, en el Calderón, todos los seleccionados de Maradona procedían de equipos europeos, ninguno juega en los equipos del país. Los agentes acosan a los jugadores antes de que les crezcan los dientes; los clubes, acuciados por las deudas, venden jóvenes en plena formación, sin madurez humana ni futbolística. Y muchos de ellos acaban cruzando el Atlántico para convertirse en carnes de cañón y material de derribo.
Hace años, en una visita al diario Clarín de Buenos Aires, con motivo de un homenaje que se le tributaba a Alfredo Di Stefano, un viejo cronista me reveló un secreto: «Argentina crece mientras los argentinos duermen». Se refería a la feraz riqueza natural de aquellos parajes, en contraste con la languidez y el hedonismo indolente de sus moradores. Eso mismo le ocurre al fútbol argentino: su cantera fructifica, pese a que desde dentro la depredan y desde fuera la saquean. Pero ahí sigue produciendo sin tasa excelentes pateadores.
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