
Eso sí, la prueba de carácter volvió a darla. Y por duplicado. Salió a la cancha despojado de los prejuicios, fue a buscar durante todo el tiempo y entendió que era una gran oportunidad, aunque todo dependa de otro. Hasta supo asimilar el penal fallado por Iván Moreno y Fabianesi en el amanecer del partido.
La importancia de lo que hiciera dependía de un tercero. Y esa no era una prueba sencilla de superar. Pero hizo todo para aprobarla. La sensación principal, en medio de todas las sensaciones, la más importante, la única que realmente interesa, es que Central es un equipo de primera que no dejará de pertenecer a la máxima categoría más allá de las contingencias.
Desde la gente en las tribunas hasta el más flojo de los protagonistas. Aunque todos aprobaron un examen siempre hay alguno que juega peor que el otro. Desde la precariedad de un escenario tan coqueto como escasamente funcional y de dimensiones pequeñas. Quizás el escenario haya servido como disparador para que la sen sación sea inequívoca. Tal vez el rival, uno de los equipos que más puntos consiguió a lo largo de la temporada haya ayudado. Por supuesto, también la necesidad imperiosa de aferrarse a cualquier atisbo de reivindicación futbolística que aparezca adentro de la cancha con formato azul y amarillo.
Será en la última fecha en el Gigante de Arroyito o en la promoción frente a Belgrano de Córdoba, primero de visitante y la vuelta en Rosario. Pero eso ya no depende de Central. Pero el equipo dirigido por Miguel Russo seguirá en primera. Por su grandeza, por la presencia multitudinaria de su gente, por sus jugadores, por el cuerpo técnico que hipotecó su prestigio a cambio de darle una mano al club. Porque jugó el mejor partido de la era Russo en uno de los peores momentos. Por la emoción de todos cuando Brazenas dijo no va más. Por esas lágrimas del pibe Jonathan Gómez al final del partido. Y porque ya no hay otra. Central debe aferrarse a la última esperanza. Anoche demostró que tiene con qué.
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